Mi pareja de almuerzo me había dejado colgada a última hora por un imprevisto, pero aun así decidí mantener mi reserva en el restaurante Barrera porque me parecía un mal detalle cancelar en restaurante familiar y pequeñito. Al entrar ví que además iba a ser la única fémina de la sala entre ejecutivos con corbata de mediana edad, algo más mediana que la mía… Pero quién dijo complejos.
Me cantó el menú su dueña, Ana Barrera, que con look minimalista se movía por la pequeña sala, más bien lo que podría ser el salón de tu casa, con soltura y delicadeza de gacela. Me decidí por las alcachofas, muy ricas, aunque quizás algo aceitosas, quizás por su elaboración confitada. Y por las chuletillas de cabrito que suelen ser difíciles de encontrar. Crujientes y riquísimas, “son pipas”, me comentó Ana con media sonrisa. Antes me había preguntado si me gustaban las patatas revolconas y me añadió una poquitas. A quién no le gustan unos torreznos fritos a la perfección.
No tuvieron problema en abrirme un vino, a pesar de que no los tienen por copas, un detalle que agradecí. La camarera, encantadora, eligió un Ribera de Duero, Palacio de Villachica, y acertó. Suave pero con carácter. Uva tempranillo, color cereza intenso y sabor a frutas maduras. Ya no llegué con hambre para probar el postre, pero seguro que tienen joyas caseras que merece la pena probar. Sí me dieron un café riquísimo, no quemado, como suele ser costumbre en España.
En resumen, una casa de menú de barrio pero de menú cinco estrellas, semiescondida junto al jaleo de la calle Ponzano. Y un lugar donde te sientes invitado, no cliente de su dueña. Hasta la cuenta te llega manuscrita con mimo. Y un último detalle, disfruta como aperitivo a cuenta de la casa de una de las mejores ensaladillas con almendras fritas que hay en Madrid.
Precio: alrededor de 50 euros.
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